Miedos, sonrisas y escalofríos
Anoche me he sentido solo, muy solo. A veces el corazón juega esas malas pasadas y uno sin saber cómo ni por qué aparece en un estado de ánimo a miles de años luz de donde posaba los pies unas horas antes. Fue un mal rato. Escribí algo. Aquí, en el mismo lugar que ocupan estas letras, hubo otras que intentaron ser una mano tendida al vacío pero que se sentían como si fueran un SOS que se pierde en el espacio exterior antes de que nadie lo reciba. Sí, escribí algo. Después, muy entrada la madrugada, me acosté y tengo consciencia - pero ningún recuerdo claro - de haber pasado la noche dando vueltas peleando con las sábanas, sudando en un duermevela incómodo y sientiéndome extranjero dentro de mi propio cuerpo.
Quizá me desnudé demasiado brutalmente anoche, quizá me avergoncé hoy. Esta mañana temprano cuando me levanté vine directo a este rincón y borré todo vestigio de la noche. Son palabras que se llevó el tiempo para siempre, una nube de letras que la brisa dispersó y no dejaron rastro. Pero sé que no sólo ha sido un mal sueño porque lo que no ha terminado de desaparecer es el regusto amargo de la noche pasada, un algo indefinible que me inquieta y me hacer temer la que se aproxima.
Dicen que al miedo, cantar. Y pienso yo que a la inquitud, sonrisas. Busco alguna en el cajón para compartirla contigo y recuerdo un diálogo que he mantenido con mi hijo mayor docenas de veces desde el primer y brutal escalofrío maravilloso que me hizo sentir una noche. Parece increíble porque él sólo tenía tres años o cuatro recién cumplidos (ahora tiene cinco) pero es real, tan real como mis miedos. Yo me había tumbado a su lado en su cama para "vigilarle" (como él dice) mientras dormía. Estaba hecho un ovillo dándome la espalda de cara a la pared. Esos días en el colegio habían estado aprendiendo los números. Esta fue, más o menos textualmente, nuestra conversación:
- Papá, ¿cuál es el número más grande?
- No hay "el número más grande", Diego. Siempre hay un número más grande
- ¿Por qué?
- Así son los números. Si tú dices un número yo siempre puedo decir uno más grande
- ¿Por qué?
- Porque siempre hay uno más. ¿Tú hasta qué número sabes contar?
- (orgulloso) ¡Sé hasta el cien! (eso decía él, alguna decena se le quedaba por el camino, claro)
- Pues mira, si tú dices el cien yo digo el ciento uno. Y ya es más grande.
- ¿Y si digo el ciento uno?
- Pues yo digo el ciento dos
- Papá
- Qué
- ¿Y si digo el mil?
- Pues yo digo el mil uno. Venga, Diego, duérmete
... (segundos de silencio) ...
- Papá
- ¡Qué!
- ¿Cuál es el número más grande que sabes?
(ésta es una pregunta recurrente de Diego y mi respuesta es invariable)
- El cuatro mil trillones
- ¿Hay el cuatro mil ... "eso"... uno? (lo pregunta girándose hacia mí)
- Claro
- ¡Pues yo digo ese!
(yo le beso)
- Anda, Diego, hay que dormir
(se gira de nuevo y me da la espalda, acurrucado; pasan unos segundos más)
- Papá
- ¡Qué! (impaciente, casi enfadándome)
- ¿Siempre hay un número más grande, siempre?
- Si Diego, siempre. Siempre existe un número más grande todavía.
Diego se gira, me mira y me dice tendiéndome sus bracitos al cuello:
- Papá, pues yo te quiero más que el diez y más que el cien y más que el mil. Papá: pues yo te quiero tanto... ¡que no existe el número!
(en ese momento recuerdo sentir que por cada poro de mi piel se me escapaba el alma empapada de ternura, como se escapa el agua por los poros de una esponja mojada)
¿Qué tienen las noches, algunas noches, qué veneno esconden para hacer sentir soledad y amargura a alguien a quien cuida un ángel así?
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El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños (Graham Greene)