"A mí me gustan las piedras rosas"
Es un atardecer soleado de domingo de septiembre en las afueras de una ciudad castellana cualquiera. El verano se termina. Sentadas en el puente del castillo de los columpios clasificando piedras hacen una estampa curiosa Lucía y su madre. Lucía es una niña preciosa de cuatro años quizá, pelo pajizo y cara redonda que te mira desde la superficie del lago azul de sus ojos con una sonrisa, aunque no te conozca. Su madre juega con ella, ajena al mundo lejano de la ciudad cercana sin dar la impresión de estar perdiéndose nada, o quizá plenamente consciente de que es ahí donde transcurre la vida, lo esencial: en ese rincón abandonado para su niña y para ella. No hay nadie aparte de nosotros cuatro - que acabamos de llegar - y ellas dos.
Yo tengo en las manos una pieza de cuarzo rosado limpio y brillante que acabo de recoger del suelo. Se lo tiendo a mi hija Ana que lo mira curiosa y se va corriendo sin él. Lucía me ha oído y se me acerca mirándome a los ojos desde ahí abajo. "A mí me gustan las piedras rosas" dice. Se lo ofrezco con la mano y una mirada y ella lo acepta con la naturalidad con que sólo los niños pequeños saben aceptar los regalos. Seguido, se va tras Anita a jugar. Ya no soltará la piedra.
Su madre se baja del castillo de madera. Es muy delgada y guapa y se queda mirando a los niños divertirse sentada en un columpio de muelle, balanceándose ligeramente, acunándose. Tiene la mirada ausente, los ojos tristes pero resueltos de quienes la vida enseñó a amar, a perder, a esperar, a sobrevivir. Viste sencillo, ningún anillo, ningún adorno a la vista. Ni falta que hace.
La tarde transcurre lenta y agradable aunque hay algo triste en el aire, con la música de las risas de los niños de fondo y las sensaciones, recuerdos y ensoñaciones de los mayores. Al cabo, Lucía se acerca a su mamá y le dice que se tienen que ir. No sin mostrarle una vez más la piedra y decir "éste es mi regalo, míralo". Su madre la mira muerta de cariño y le contesta con cara de asombro "¿de verdad?". Sólo las madres pueden transmitir tanto con tan poco. Sólo a veces. Le acaricia la cara y comienzan a caminar derechas hacia el sol que atardece sobre sus cabezas, haciéndose pequeñas a medida que se alejan hacia aún más afuera de la ciudad. La voz de Lucía también se va apagando en la distancia contándole a su madre sus secretos y tesoros e ilusiones, sus juegos con Anita - a la que no volverá a ver aunque no lo sabe-, su inconsciente y feliz final del verano de sus cuatro años.
Más tarde, sentado en un bar frente a una cerveza negra, alzo la mirada y veo una pareja de cigüeñas emprender el vuelo, graves, hacia el este. Me pregunto qué horizontes estarán viendo sus ojos, qué límites encontrarán sus vuelos, adónde las llevarán.
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La más preciosa piedra rosa es el sonido de tu risa, Lucía. Gracias por ella. Esa guárdala siempre.
1 comentario:
Muy buenas!
Gracias por tus visitas y comentarios, que no sólo me hacen mucha ilusión -¡No!- ¡además acabo de nombrarte "alma gemela"!
;-)
Saludos desde Berlín, en un día de esos que no sabe decidirse si agarrarse todavía al verano o dejar entrar el otoño.
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